viernes, 27 de diciembre de 2013


Apurados, anhelantes, ambiciosos, anestesiados. Demasiado ocupados como para militar, demasiado tibios como para jugárnosla, demasiado cómodos como para cuestionar la paranoia colectiva que nos vomitan la calle, la tele, el diario.
 
A medias, siempre a medias. Como la nena del cuento que debía ir vestida y no vestida, peinada y no peinada, a caballo y no a caballo. Sujetos a mandatos sociales que nos abruman y de los que nos encantaría prescindir -pero sin esfuerzo, con un clonazepam y una red social a mano.

 ¿Cómo decía ese famoso texto de  Octavio Paz? “Tengo prisa. Aunque no me mueva de mi silla ni me levante de la cama. Aunque dé vueltas y vueltas en mi jaula. Clavado por un hombre, un gesto, un tic, me muevo y remuevo. Todo lo que me sostiene y sostengo sosteniéndome es alambrada, muro. Y todo lo que salta mi prisa”.

Así estamos, así vivimos.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

¿Qué estudiás?
Letras.
¿Filosofía y Letras?
No. Letras. Ah. Y eso, ¿para qué sirve?

En un bar, en una mesa familiar, en el laburo, en alguno de los interminables viajes del 44 o el subte, escuchamos la célebre pregunta. Luego de unas palabras en torno a la vida y algún bienintencionado consejo de nuestros parientes sobre el panorama laboral del país, la cuestión parece zanjada. Volvemos a sumergirnos en los apuntes para ese final de Teoría y Análisis que alguna vez rendiremos. Pero algo nos molesta, nos aguijonea, nos acecha. Y finalmente, resaltador y mate en mano, miramos al vacío y nos preguntamos: Letras, ¿para qué?

Empecé la carrera de Letras hace años. Con muchísimo entusiasmo. Todavía me acuerdo del primer texto que leí: uno de Berger sobre Foucault, las Meninas y los modos de ver. También me acuerdo del primer final. Me presenté con un nudo en la garganta, y me acompañó mi hermana porque ese día tuve un ataque de pánico.

Un día me pudrí. Sentí que esas toneladas de esfuerzo que estaba invirtiendo en leer a Hockett y Chomsky simplemente no me redituaban. Me forrearon en la mesa de examen (los letrosos, a diferencia de Mafalda, no tenemos conciencia gremial). Pasé por trabajos mugrosos, bien explotadores, al mejor estilo call center, con la mera esperanza de estar construyendo algo mejor. Creo que invertí lo equivalente a una hipoteca en bibliografía. Y todo ese tiempo me sostenía una vaga certidumbre. Hasta que algún primo, tío o vecino preguntó eso que a mí tanto me aterraba verbalizar: Letras, ¿para qué?

Pasé por otras carreras: profesorado de inglés, traductorado, conservatorio. Hasta me anóté en el cbc de Medicina. El mundo me trató mejor (incluso como violinista, lo cual ya es mucho decir). Finalmente tenía proyectos concretos. Pero  me faltaba algo. Esa nostalgia -y seguramente el que me lee entenderá- del microcosmos Puan480.

Era más que la agitación política, la vida intelectual, el porrito del patio. Letras me daba un sentido de trascendencia.

La literatura se había convertido en mi vocación.

Y ahora, firme en mi decisión, con la absoluta certeza de que no quiero ser médica, traductora o música, sigo preguntándome lo mismo: Letras, ¿para qué?